En 1971, los astronautas de la misión apolo 15 nombraron a un cráter de la luna Dandelion en honor a la novela Dandelion Wine (El Vino del Estío), publicada en el año de 1957. Se trata de una de las mejores obras del creador del realismo épico Ray Bradbury.
A través de sus libros, Bradbury nos ha entregado numerosas historias de misterio, fantasía y terror con una narrativa poética y hasta cierto punto alucinante. El escritor norteamericano, se ha caracterizado por mostrar en sus historias elementos de la ciencia, ficción entremezclados con temáticas y situaciones reales.
La novela que nos ocupa para este texto es El Vino del Estío, donde Bradbury narra en su peculiar y atrapante estilo la posibilidad de vivir lo cotidiano como si se tratara de un asunto fantástico. Nos describe, por ejemplo, los populares sonidos de una Ciudad de México –ya casi inexistentes–, como un asunto meramente fascinante que a todas luces cautiva a un escritor de su talla.
En esta obra, el escritor nos muestra esa cualidad cultural que une a los habitantes de un determinado lugar con su territorio, en este caso, la Ciudad de México con sus ecos:
Fragmento I
-Ah…-suspiró el viejo. Los sonidos de la ciudad de México, en un cálido y amarillo mediodía, entraron por la ventana abierta y llegaron al teléfono. El coronel podía ver a Jorge que sostenía el aparato, apuntando con la embocadura hacia el día brillante.
-Señor…
-No, no, por favor: déjame escuchar.
-Escuchó los gritos de las cornetas metálicas, el chillido de los frenos, las voces de los vendedores que ofrecían bananas purpúreas y naranjas de la selva. Los pies del coronel Freeleigh empezaron a moverse, colgando del borde de la silla de ruedas, imitando los pasos de un transeúnte.
Fragmento II
Dejaron el teléfono sobre un escritorio, a miles de kilómetros de distancia. Una vez más, con una clara familiaridad, se oyeron las pisadas, la pausa y, al fin, la ventana que se abría.
-Escucha –se dijo el viejo a sí mismo. Y oyó a mil personas, a la luz de otro sol, y la débil y tintineante música de un organillo que tocaba La marimba. Oh, qué música encantadora. Con los ojos cerrados, el viejo alzó la mano, como si fuese a sacar fotografías de una vieja catedral, y la carne le pesaba más en el cuerpo, era más joven, y sentía en los pies las piedras calientas de la calle.
-¿Están todavía ahí, no es cierto? -quería decir el coronel-. Todos ustedes en esa ciudad, a la hora de la siesta, con las tiendas cerradas, y los niños que gritan: ¡Lotería nacional para hoy! Todos ahí, la gente de la ciudad, las casas y las gentes parecen meras fantasías. Cualquier ciudad, Nueva York, Chicago, se hace improbable con la distancia. Como yo soy improbable aquí, en Illinois, en un pueblito a orillas de un lago tranquilo. Todos improbables para todos, porque no nos vemos. Por eso es tan hermoso oír los sonidos, y saber que la ciudad de México está todavía ahí, con gente.
Si bien es cierto, una peculiaridad que nos dice mucho de una urbe es sin duda su sonido; esos sonidos que la CDMX genera con una maravillosa armonía entre orden y caos. Ruidos generados por el fluir del movimiento, y las voces emanadas de la masa humana condensada en el inevitable surrealismo de un país tan exótico. Violinistas indígenas, gritos de vendedores que durante años pervivirán ahí, el sonido de los camotes, el globero, el organillero, el ropavejero, el afilador, ante los ruidos de las nuevas tecnologías. Se trata de elementos sonoros que a través de los años van desapareciendo o mutando pero que todavía quedan grabados en imágenes, o en el recuerdo de quienes los escucharon y los vivieron. ¡Cuánta nostalgia!
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*Imagen principal: eatthispoem.com
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