El pintor se basó en crónicas españolas para plasmar la identidad del mercado en su famoso mural.
Entre 1929 y 1935, el muralista mexicano Diego Rivera pintó en las paredes del Palacio Nacional una serie de obras que cuentan la historia de México, desde la época precolombina hasta inicios del siglo XX. El corredor norte fue el elegido para los episodios de la cotidianeidad indígena. De este espacio destaca la pieza El Tianguis de Tlatelolco, una pintura llena de color, significados e identidad.
Esta plausible pieza retrata el Mercado de Tlatelolco, quizás el espacio comercial más relevante de Tenochtitlán. De primera instancia, se logra ubicar al tlatoani supervisando las actividades del sitio, así como los comerciantes ofertando plumas, pieles, piedras preciosas y alimentos. También destaca el paisaje de fondo, donde se erige la capital azteca, con templos y edificios icónicos de la época.
Es importante mencionar, que Rivera no pintó este mural con información genérica. El pintor estuvo un año investigando datos contundentes del mercado y la ciudad, para verdaderamente recrear un día en el famoso Tianguis de Tlatelolco. Para lograr esto, se basó en crónicas de españoles que vieron con sus propios ojos el ajetreo, color y bullicio de este espacio. Aquí una descripción de Bernal Díaz del Castillo:
“… Y desde que llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían. Y los principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando; cada género de mercaderías estaba por sí, y tenían situados y señalados sus asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas y plumas y mantas y cosas labradas, y otras mercaderías de indios esclavos y esclavas; digo que traían tantos de ellos a vender a aquella gran plaza como traen los portugueses los negros de Guinea, y traíanlos atados en unas varas largas con colleras a los pescuezos, porque no se les huyesen, y otros dejaban sueltos. Luego estaban otros mercaderes que vendían ropa más basta y algodón y cosas de hilo torcido, y cacahuateros que vendían cacao…”
“Pasemos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y yerbas a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas de este arte, a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcocinado, también a su parte. Pues todo género de loza, hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, que estaban por sí aparte: y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas y vigas y tajos y bancos, todo por sí. Vamos a los que vendían leña, ocote, y otras cosas de esta manera. Qué quieren más que diga que, hablando con acato, también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres… Como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, en dos días no se viera todo.”
Como narran los españoles, los puestos se acomodaban dependiendo del tipo de mercancía. Y así lo pintó Rivera, por eso se alcanza a discernir lo diferente que es un comerciante de otro. De igual forma, llama la atención un hombre que le obsequia a una mujer un brazo humano, con la sangre todavía corriendo. Esto es una especie de cortejo, que según otros relatos era común en el siglo XVI.
Sin duda representar un texto antiquísimo de manera visual resulta mucho más dinámico y lúdico para los habitantes de esta ciudad. Tal vez si no fuera por Diego Rivera y sus magníficas obras del pueblo mexica, quizás no podríamos imaginar cómo lucía nuestro pasado…